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La capa de ozono, ele­men­to fun­da­men­tal en la di­ná­mi­ca at­mos­fé­ri­ca

Así, en las dis­tin­tas ca­pas que com­po­nen la at­mós­fe­ra (esa del­ga­dí­si­ma capa ga­seo­sa que ro­dea al pla­ne­ta) se pue­den en­con­trar ga­ses y par­tí­cu­las só­li­das y lí­qui­das que tie­nen dis­tin­tas fun­cio­nes

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Cuan­do mi­ra­mos ha­cia el cie­lo, si está des­pe­ja­do po­de­mos ver el co­lor azul que lo ca­rac­te­ri­za, al­gu­nas nu­bes e in­clu­so ve­re­mos pa­sar avio­nes o aves. Son co­sas vi­si­bles ante nues­tros ojos. Tam­bién, aun­que no las no­ta­mos, en esos es­pa­cios, y mu­cho más arri­ba de ellos, ocu­rren cien­tos de reac­cio­nes quí­mi­cas que per­mi­ten que la vida se lle­ve a cabo tal y como la co­no­ce­mos.

Así, en las dis­tin­tas ca­pas que com­po­nen la at­mós­fe­ra (esa del­ga­dí­si­ma capa ga­seo­sa que ro­dea al pla­ne­ta) se pue­den en­con­trar ga­ses y par­tí­cu­las só­li­das y lí­qui­das que tie­nen dis­tin­tas fun­cio­nes, por ejem­plo, per­mi­ten una re­gu­la­ción de la tem­pe­ra­tu­ra, nos pro­te­gen de la ra­dia­ción ul­tra­vio­le­ta y son un ele­men­to fun­da­men­tal para la vida en el pla­ne­ta.

Iden­ti­fi­car y me­dir esos ga­ses ha sido una la­bor de mu­chos años y en la que han par­ti­ci­pa­do cien­tí­fi­cos de todo el mun­do. Por ejem­plo, en el caso del ozono hay quien dice que ya Ho­me­ro, en su li­bro La Odi­sea, ha­bla­ba de él sin nom­brar­lo aún como ozono. Tuvo que ser has­ta 1840, cuan­do el ale­mán Ch­ris­tian Frie­drich Schön­bein lo des­cu­brie­ra, ya que lo iden­ti­fi­có por su fuer­te olor, ais­ló el com­pues­to ga­seo­so y lo de­no­mi­nó ozono, que pro­vie­ne de la pa­la­bra grie­ga ozein, que sig­ni­fi­ca oler.

Unos años des­pués, en 1865, Jac­ques-Louis So­ret, lo­gró des­cu­brir su com­po­si­ción quí­mi­ca, que es O3. En 1913, los fran­ce­ses Char­les Fa­bry y Hen­ri Buis­son des­cu­brie­ron la capa de ozono. Y para 1920, el me­teo­ró­lo­go bri­tá­ni­co G. Dob­son cons­tru­yó un es­pec­tró­me­tro que le per­mi­te me­dir el ozono at­mos­fé­ri­co.

Ade­más de iden­ti­fi­car­lo y po­der­lo me­dir, tam­bién las in­ves­ti­ga­cio­nes se han en­fo­ca­do en co­no­cer qué daña nues­tra capa de ozono y cómo es que las mo­lé­cu­las de este ele­men­to pue­den des­truir­se.

Por se­guir es­tos pro­ce­sos, el in­ves­ti­ga­dor me­xi­cano Ma­rio Mo­li­na, jun­to con el es­ta­dou­ni­den­se Frank Sher­wood Ro­wland y el ho­lan­dés Paul Crut­zen, re­ci­bie­ron el Pre­mio No­bel de Quí­mi­ca en 1985 “por sus in­ves­ti­ga­cio­nes so­bre la quí­mi­ca at­mos­fé­ri­ca y la pre­dic­ción del adel­ga­za­mien­to de la capa de ozono como con­se­cuen­cia de la emi­sión de cier­tos ga­ses in­dus­tria­les, los clo­ro­fluo­ro­car­bu­ros (CFCs), pu­bli­ca­das en un ar­tícu­lo en la re­vis­ta Na­tu­re en ju­nio de 1974”.

¿Qué la afecta?

La capa de ozono se lo­ca­li­za a unos 15 has­ta 50 km de la su­per­fi­cie de la Tie­rra–en la re­gión co­no­ci­da como es­tra­tós­fe­ra–. Nos pro­te­ge de la ra­dia­ción ul­tra­vio­le­ta, pues es­tar ex­pues­tos a al­tos ni­ve­les de ésta pue­de cau­sar en­fer­me­da­des, da­ñar a los ani­ma­les, las plan­tas y los mi­cro­bios. Y aun­que esta capa es fun­da­men­tal para la vida, tam­bién es frá­gil y ha su­fri­do de­ma­sia­dos em­ba­tes por par­te de los hu­ma­nos.

Uno de ellos fue cuan­do se des­cu­brió que ha­bía un agu­je­ro en esta capa, el cual te­nía como una de sus fuen­tes de des­truc­ción a los CFCs, ga­ses que se des­com­po­nían al lle­gar a la es­tra­tós­fe­ra, li­be­ran­do áto­mos de clo­ro que des­trui­rían al ozono. Es­tos CFC se en­cuen­tran en los re­fri­ge­ran­tes, los ae­ro­so­les, el aire acon­di­cio­na­do y como agen­tes es­pu­man­tes para la fa­bri­ca­ción de es­pu­mas plás­ti­cas.

Fren­te a esta si­tua­ción, en 1987, se es­ta­ble­ció el Pro­to­co­lo de Mon­treal, un acuer­do in­ter­na­cio­nal que bus­có pro­te­ger la capa de ozono, en­tre otras co­sas, dis­mi­nu­yen­do la emi­sión de CFC a la at­mós­fe­ra. Fue adop­ta­do en­se­gui­da por va­rios paí­ses y de acuer­do con la doc­to­ra Gra­cie­la Bi­ni­me­lis de Raga, del Cen­tro de Cien­cias de la At­mós­fe­ra de la UNAM, su ra­ti­fi­ca­ción por casi to­dos los paí­ses del mun­do “es un ejem­plo de éxi­to de lo que se pue­de lo­grar si to­dos los paí­ses de­ci­den que sí van a ha­cer algo al res­pec­to”.

La in­ves­ti­ga­do­ra, res­pon­sa­ble del gru­po de In­ter­ac­ción Mi­cro y Me­soes­ca­la, des­ta­ca que una vez que se prohi­bie­ron los CFC se em­pe­za­ron a uti­li­zar los hi­dro­fluo­ro­car­bo­nos (HFC), los cua­les ya no des­truían la capa de ozono, pero sí oca­sio­na­ban otros pro­ble­mas por­que son ga­ses de efec­to in­ver­na­de­ro.

“El pro­ble­ma que hay con es­tos ga­ses es que cada mo­lé­cu­la de és­tos tie­ne 1600 ve­ces más po­ten­cial de ca­len­ta­mien­to que el bi­óxi­do de car­bono, por lo que nada más los HFC con­tri­bui­rían a un au­men­to de tem­pe­ra­tu­ra glo­bal en­tre 0.3 y 0.5 gra­dos al fin del si­glo. La En­mien­da de Ki­ga­li al Pro­to­co­lo de Mon­treal aho­ra prohí­be su uso y en lu­gar de te­ner este ca­len­ta­mien­to sólo ten­dría­mos como 0.05 de gra­do a fin del si­glo, una di­fe­ren­cia muy im­por­tan­te.”

Imágenes e información brindadas por https://noticiasncc.com/

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