El 2025 ha sido un año de despedidas profundas. La cultura, el cine, la música y la ciencia han perdido a voces, rostros y mentes que marcaron generaciones. Detrás de cada nombre hay una historia que trascendió su propio tiempo; una chispa que, aunque se apaga físicamente, sigue iluminando la memoria colectiva.
Val Kilmer, símbolo del cine de acción de los ochenta, se despidió tras una larga lucha contra la enfermedad. Su mirada intensa y su entrega en la pantalla recordaron que el arte también puede ser una forma de resistencia.

Desde otro escenario, Ozzy Osbourne, el “Príncipe de las Tinieblas”, bajó el telón con la misma fuerza con la que cambió para siempre el sonido del rock. Su voz, desgarradora y libre, seguirá resonando en cada riff que despierte rebeldía.

Giorgio Armani, maestro del diseño, dejó un legado que va más allá de la moda: una estética de elegancia sobria y eterna. Su visión redefinió la forma en que el mundo entiende la sofisticación.

El mundo del deporte también perdió a un ícono: Hulk Hogan, quien llevó la lucha libre del cuadrilátero a la cultura popular, recordándonos que el espectáculo también puede ser un lenguaje de sueños y heroísmo.

La ciencia despidió a Jane Goodall, una mujer que cambió para siempre la manera en que miramos a los animales —y a nosotros mismos—. Su empatía con los chimpancés se convirtió en una lección universal sobre respeto, inteligencia y compasión.

El cine perdió a dos de sus voces más singulares: Diane Keaton, con su encanto excéntrico y honestidad luminosa, y David Lynch, con su mirada hacia los abismos de lo humano. Ambos, desde universos distintos, exploraron la belleza de la imperfección y el misterio de lo cotidiano.

Robert Redford, símbolo de integridad y arte comprometido, dejó tras de sí no solo una filmografía impecable, sino un legado institucional: el Festival de Sundance, cuna del cine independiente.

Y Gene Hackman, actor de carácter y verdad, cerró una era dorada del cine en la que el talento pesaba más que la fama.

Cada uno, desde su trinchera, nos recordó que el arte, la ciencia o el deporte solo valen la pena cuando se hacen con pasión. Y aunque sus nombres ahora habiten las páginas del recuerdo, su huella permanece en la música que escuchamos, en las películas que amamos, en la ropa que elegimos o en la conciencia que despierta ante la naturaleza.
Porque las estrellas, incluso cuando mueren, siguen brillando —no en el cielo del espectáculo, sino en el corazón de quienes aprendieron a mirar, a sentir y a soñar con ellas.





