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En la noche del 22 de octubre de 1962, el presidente estadounidense John F. Kennedy aparece en televisión con gesto serio.
Millones de personas esperan expectantes la alocución. Una música con ritmo de marcha militar presagia la gravedad del anuncio.
“Buenas noches, mis conciudadanos”, irrumpe el mandatario.
Su voz serena no consigue ocultar la preocupación. Hace unos días sus consejeros le comunicaron que en Cuba, a 90 millas de sus costas, soviéticos y cubanos construyen componentes balísticos de misiles nucleares.
El peligro de una guerra atómica entre las mayores potencias de la época parece inminente y ha llegado el momento de hablar sin tapujos ante el mundo.
“Cualquier misil lanzado desde Cuba contra cualquier nación en el hemisferio occidental será considerado como un ataque de la Unión Soviética contra Estados Unidos, requiriendo una respuesta retaliatoria completa contra la Unión Soviética”, advirtió Kennedy.
Estadounidenses, cubanos y soviéticos se alistaron para un choque que por varios días se creyó inevitable.
El terror se apoderó de los ciudadanos. Los supermercados se abarrotaron y las estanterías se vaciaron por las compras de pánico. Los que podían permitírselo apuraron la construcción de refugios y los llenaron con los víveres que creían necesarios para sobrevivir un impacto atómico.
Jamás tantos millones de personas estuvieron tan cerca de una aniquilación masiva e instantánea por las rivalidades entre Washington y Moscú. Entre el capitalismo y el comunismo.
La crisis de octubre de 1962, también conocida como Crisis de los misiles en Cuba, fue el momento álgido de la Guerra Fría.