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Un agu­do sen­ti­do del tac­to per­mi­te a los co­li­bríes flo­tar so­bre las flo­res sin ro­zar­las

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Los Ángeles, EEUU.-  El vue­lo de los co­li­bríes -una ma­ra­vi­lla de la na­tu­ra­le­za- les per­mi­te re­vo­lo­tear so­bre una flor con pre­ci­sión qui­rúr­gi­ca y sin ro­zar­la. Hoy un es­tu­dio des­ve­la cómo lo ha­cen: su agu­do sen­ti­do del tac­to les per­mi­te crear un mapa cor­po­ral tri­di­men­sio­nal que les ayu­da a geo­lo­ca­li­zar­se con exac­ti­tud.

La in­ves­ti­ga­ción, li­de­ra­da por la Uni­ver­si­dad de Ca­li­for­nia (UCLA) y pu­bli­ca­da este miér­co­les en la re­vis­ta Cu­rrent Bio­logy, ex­pli­ca que cuan­do las rá­fa­gas de aire to­can las plu­mas del bor­de an­te­rior de las alas y la piel de las pa­tas, las neu­ro­nas de dos pun­tos con­cre­tos del ce­re­bro an­te­rior de es­tos ani­ma­les se ac­ti­van y crean un mapa tri­di­men­sio­nal de su cuer­po.

Los re­cep­to­res del pico, la cara y la ca­be­za tam­bién ayu­dan: Las cé­lu­las ner­vio­sas de la base de las plu­mas y de la piel de las pa­tas cap­tan la in­ten­si­dad de la pre­sión del aire -que cam­bia se­gún la pro­xi­mi­dad a un ob­je­to-, y la trans­mi­ten al ce­re­bro, que mide la orien­ta­ción del cuer­po con res­pec­to a un ob­je­to.

Los pin­zo­nes ce­bra, que tam­bién han sido es­tu­dia­dos en esta in­ves­ti­ga­ción, tie­nen la mis­ma or­ga­ni­za­ción ge­ne­ral con una sen­si­bi­li­dad li­ge­ra­men­te me­nor en al­gu­nas zo­nas que los co­li­bríes, lo que su­gie­re que es­tas zo­nas ayu­dan a la di­ná­mi­ca de vue­lo al­ta­men­te es­pe­cia­li­za­da de los co­li­bríes.

El es­tu­dio no solo pue­de ayu­dar a me­jo­rar la con­ser­va­ción de es­tos ani­ma­les, sino que tam­bién pue­de im­pul­sar avan­ces en las tec­no­lo­gías que usan sen­so­res para des­pla­zar­se o rea­li­zar una ta­rea, como pró­te­sis o dis­po­si­ti­vos au­tó­no­mos.

Cerebro: el centro de mando del tacto

Los hu­ma­nos ela­bo­ra­mos en el cen­tro del ce­re­bro un mapa tác­til del cuer­po que re­co­ge la in­for­ma­ción de los de­dos de los pies, las pier­nas, y la es­pal­da, y otra zona mu­cho más am­plia, que re­pre­sen­ta el tac­to de la cara y las ma­nos. Es­tas áreas, que usa­mos para to­car y rea­li­zar ta­reas tác­ti­les, es­tán agran­da­das en el ce­re­bro hu­mano.

«En los ma­mí­fe­ros, sa­be­mos que el tac­to se pro­ce­sa en la su­per­fi­cie ex­ter­na del ce­re­bro an­te­rior, en el cór­tex», ex­pli­ca Dun­can Leitch, au­tor co­rres­pon­dien­te y pro­fe­sor de Bio­lo­gía In­te­gra­ti­va en la UCLA.

Pero las aves tie­nen un ce­re­bro sin una es­truc­tu­ra de cor­te­za es­tra­ti­fi­ca­da, así que no se sa­bía cómo se re­pre­sen­ta el tac­to en sus ce­re­bros. «En este es­tu­dio he­mos de­mos­tra­do exac­ta­men­te dón­de los dis­tin­tos ti­pos de tac­to ac­ti­van neu­ro­nas es­pe­cí­fi­cas en es­tas re­gio­nes y cómo se or­ga­ni­za el tac­to en sus ce­re­bros an­te­rio­res», des­ta­ca Leitch.

Es­tu­dios an­te­rio­res ha­bían de­mos­tra­do que los ce­re­bros de las aves tie­nen una re­gión en el ce­re­bro an­te­rior para pro­ce­sar el tac­to en la cara y la ca­be­za, y otra para el tac­to en cual­quier otra par­te del cuer­po.

En los búhos, por ejem­plo, los cen­tros tác­ti­les que sue­len co­rres­pon­der al tac­to fa­cial se de­di­can ex­clu­si­va­men­te a las ga­rras. Pero como los co­li­bríes lle­van una vida muy dis­tin­ta a la de los búhosno pa­re­cía pro­ba­ble que esto fue­ra cier­to para ellos.

Para ave­ri­guar­lo, Leitch y su equi­po ob­ser­va­ron el fun­cio­na­mien­to de las neu­ro­nas en tiem­po real co­lo­can­do elec­tro­dos en co­li­bríes y pin­zo­nes y to­cán­do­los sua­ve­men­te con bas­ton­ci­llos de al­go­dón o bo­ca­na­das de aire. Des­pués, un or­de­na­dor am­pli­fi­có las se­ña­les de los elec­tro­dos y las con­vir­tió en so­ni­do para fa­ci­li­tar su aná­li­sis.

Los ex­pe­ri­men­tos con­fir­ma­ron que el tac­to de la ca­be­za y el cuer­po se lo­ca­li­za en dis­tin­tas re­gio­nes del ce­re­bro an­te­rior y de­mos­tra­ron por pri­me­ra vez que la pre­sión del aire ac­ti­va gru­pos es­pe­cí­fi­cos de neu­ro­nas en es­tas re­gio­nes.

El exa­men de las alas mos­tró una red de cé­lu­las ner­vio­sas que pro­ba­ble­men­te en­via­ban una se­ñal al ce­re­bro al ser ac­ti­va­das por bo­ca­na­das de aire en las plu­mas.

El equi­po en­con­tró gru­pos es­pe­cial­men­te gran­des de cé­lu­las ce­re­bra­les que reac­cio­na­ban a la es­ti­mu­la­ción de los bor­des de las alas, lo que creen que ayu­da a las aves a ajus­tar el vue­lo de for­ma ma­ti­za­da.

Tam­bién des­cu­brie­ron que las pa­tas son muy sen­si­bles al tac­to y que este tac­to tie­ne una gran re­pre­sen­ta­ción en el ce­re­bro, pre­su­mi­ble­men­te para ayu­dar a po­sar­se. Los in­ves­ti­ga­do­res creen que es­tas áreas pue­den ser aún ma­yo­res en lo­ros y otras aves que uti­li­zan las pa­tas para aga­rrar y mo­ver ob­je­tos.

Ade­más, iden­ti­fi­ca­ron cam­pos re­cep­ti­vos en las aves, en los que un to­que des­en­ca­de­na­ría el dis­pa­ro de una neu­ro­na. En los co­li­bríes, al­gu­nos de es­tos cam­pos -es­pe­cial­men­te en el pico, la cara y la ca­be­za- eran muy pe­que­ños, lo que sig­ni­fi­ca­ba que po­dían per­ci­bir el tac­to más leve.

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