«Queremos convertir a la especie humana en una especie interplanetaria”, dice Jorge Pla García, investigador en el Centro de Astrobiología (CAB-INTA-CSIC). “El próximo paso es explorar Marte. La idea es usar antes la Luna como entrenamiento y aprendizaje para dar el salto a otros planetas”.
En eso está la misión Artemis, una colaboración de la NASA con la Agencia Espacia Europea (ESA), la japonesa JAXA, la canadiense CSA, la israelita ISA y la australiana ASA, que en su tercera fase propone llevar al polo sur de nuestro satélite a la primera mujer y al próximo hombre en septiembre de 2026. Su objetivo, sentar la bases para que las empresas privadas afiancen una economía lunar y hacer lo mismo en Marte a partir de 2033.
Es un objetivo arraigado en la comunidad astrocientífica, que desde hace un década acaricia el sueño de una aldea lunar global. El concepto de Moon Village, introducido en 2015 por Jan Woerner, director general de la ESA, se centra en la cooperación entre países y actores privados. “No es un único proyecto, ni un plan fijado con un calendario definido. Es una visión para una iniciativa comunitaria internacional. Su naturaleza abierta permitirá que muchas nacionalidades vayan a la luna, dejando atrás, en Tierra, sus diferencias de opiniones”, dijo Woerner.
Irresistible instinto colonizador
Pero si tenemos la Tierra, que es cómoda y tiene todo lo que necesitamos, ¿por qué tanto ímpetu –y tantos recursos– en colonizar el espacio? “Queremos seguir expandiendo nuestras fronteras”, recalca Pla. Y las razones son muchas.
Por una parte, en el campo de la exploración y la investigación, “cuanto más conocemos los planetas rocosos del sistema solar, mejor conocemos el nuestro. Por ejemplo, las atmósferas de Venus o Marte parece que son similares a la de la Tierra primitiva, pero los tres se han transformado de formas muy diferentes. Entender esto nos ayuda a comprender cómo evolucionará la Tierra”, apunta Pla. En este sentido, “nuestros robots están muy limitados y no pueden hacer el mismo trabajo que hace un astronauta”, añade.
En opinión de este experto, “dentro de dos o tres décadas, las sondas que ahora enviamos al espacio más allá de Marte podrán ir tripuladas por humanos. La experiencia nos dice que la ciencia ficción termina convirtiéndose en realidad”.
Incentivos monetarios
Por otro lado, está el poderoso tema económico, que mueve montañas y cohetes: “la Luna, Marte, los asteroides y los cometas son fuente de recursos muy valiosos para nuestro avance como sociedad. Poseen metales preciosos, minerales de tierras raras que son escasos en la Tierra”, indica Pla. Nuestro satélite, sin ir más lejos, es rico en helio-3, un isótopo de este elemento que se forma cuando el Sol interacciona con el suelo lunar –algo que no pasa en la Tierra porque nuestra atmósfera actúa como escudo–. Y resulta que el helio 3 que campa por toneladas sobre la superficie de la Luna, promete ser un supercombustible: su reacción en centrales de fusión produciría grandes cantidades de energía; encima, sin emitir radiaciones peligrosas.
“Estos elementos críticos se podrían extraer y traer a la Tierra o empezar a emplearse in situ, en el espacio”, observa este investigador, a quien no le cuesta visualizar asentamientos humanos fuera de nuestro planeta, con sus propias necesidades energéticas y tecnológicas.
Otra necesidad básica de los intrépidos colonos espaciales será comer. No solo los alimentos disecados y empaquetados que vemos en las películas, sino también una ensalada de lechuga recién cortada y cultivada en un huerto extraterrestre. Es la idea que inspira el proyecto español Green Moon, formado en 2016 por tres estudiantes malagueños y hoy integrado por científicos de los campos de la ingeniería espacial, la geología planetaria y la biología vegetal. Algunos de ellos, como Pla, su coordinador técnico y científico, ya han participado en varias misiones de la NASA.
Invernaderos extraterrestres
Por el momento, la única planta que ha conseguido crecer en un cuerpo celeste distinto al nuestro es una especie de algodón que germinó en la Luna, como parte de la misión china Chang´e 4, en 2019. “Estaba dentro de una microsfera, pero el instrumento no realizó bien el control térmico y el brote murió en 24 horas. La idea era buena, pero pretenciosa. Proponían que la planta generara el oxígeno que consumían unas larvas de mosca y, a cambio, los desechos producidos por estas proveerían del CO2 a la planta”, nos comenta Pla.
En la cápsula-huerto diseñada por los investigadores de Green Moon, las plantitas estarían a salvo de las inclemencias del tiempo. Han probado diferentes productos hortofrutícolas, “de porte pequeño y ciclos cortos, que germinan en 24-72 horas desde que se humedece la semilla, para ver cuáles pueden germinar en esas condiciones extraterrestres”, explica Eva Sánchez, coordinadora biológica del proyecto. Entre ellas, distintas variedades de lechugas, pimiento, tomate, rábano o zanahoria.
Salvando las distancias, será como un invernadero. Tendrá regulada la luz que recibe, el suministro de agua y el rango de temperatura (constante entre 15ºC y 28ºC) y estará protegida de las radiaciones solares y cósmicas. La electricidad para mantener en funcionamiento todos esos procesos la lleva incorporada. “Nuestra cápsula es muy adaptable. Se puede incluir en cualquier tipo de misión y, aunque es autosuficiente porque incluye sus propios paneles solares, puede aprovechar cualquier tipo de de fuente de energía”, apunta Pla.
Una cuestión de suelo
Por si el reto fuera pequeño, las plantas de Green Moon también tendrán que sobrevivir en el suelo de la Luna, cuya tierra arenosa y estéril recibe el nombre de regolito. Para ensayar, el equipo buscó un suelo parecido a la muestra que trajo a la misión Apolo 14. Lo encontraron en Lanzarote: procesando restos volcánicos, han elaborado un ‘simulante lunar’, que coincide en un 99,5% con el suelo de nuestro satélite.
“Por su composición, tiene unas características muy complicadas para que crezca cualquier planta. Posee gran cantidad de metales pesados y apenas nada de nitrógeno y fósforo, indispensables para la vegetación”, nos explica Eva Sánchez, que también es directora y fundadora, desde hace nueve años, de la empresa granadina de investigación agrícola Innoplant.
Es aquí donde entran en juego ciertas bacterias de suelo extremófilas, capacitadas para sobrevivir en condiciones muy hostiles. Algunas, por ejemplo, fueron aisladas del suelo de las minas de Riotinto, en Huelva. “Colaboramos para eso con la empresa española de fertilizantes Herogra, que nos ha suministrado los microorganismos. Los hemos probado de forma individual y combinados, para ver cómo podían fertilizar la tierra. De la batería inicial de 20 cepas candidatas, hemos detectado tres que, cuando se ponen juntas, tienen un efecto positivo. A través de su metabolismo, digieren esos metales pesados y generan nitrógeno y fósforo”, explica Sánchez.
Ganas por avanzar
La siguiente fase sería aportar materia orgánica al suelo, que funcione como una especie de estiércol. “Queremos usar algo que esté presente en las bases lunares. Para eso, tenemos que hacer un estudio sobre las características de los residuos que encontraremos allí”, observa. Además, partiendo de la misma idea de los chinos con sus brotes de algodón, se podría lograr, por qué no, un aprovechamiento circular de los gases vitales para las plantas y los humanos, de forma que el oxígeno que desprenden las primeras en la fotosíntesis fuera desviado a la microatmósfera donde vivan las personas y, al revés, el CO2 que exhalan los astronautas sirviera de sustento a las plantas.
¿Y de dónde van a sacar el agua para regarlas? El proyecto plantea un sistema de hidroponía para necesitar cantidades mínimas. Además, “la propia planta, por su transpiración, permite hacer un mecanismo cerrado de agua, que se puede reaprovechar. Del agua que se aporta a un vegetal, el 95 % lo pierde o lo transpira a la atmósfera”, afirma esta científica.
Más en qué pensar
Otro detalle con el que tendrán que enfrentarse las lechugas y las zanahorias será la microgravedad de la Luna, que es un sexto de la que tenemos en la Tierra. ¿Cómo alterará su metabolismo? Para dar una respuesta, los científicos tienen que simular esas mismas condiciones, algo que puede hacerse con los vuelos parabólicos, cuando sobrepasan las capas altas de la atmósfera. “Lo malo es que es en un tiempo muy corto y son muy caros: uno puede costar 40.000”, nos dice Sánchez. Luego están los ciclostatos, unos aparatos que reproducen la microgravedad. “Necesitamos llegar a un acuerdo con alguno de los centros privados que los tienen para meter ahí dentro las plantitas y ver cómo crecen”.
Por lo pronto, los investigadores tienen sus propias hipótesis y ya hay algo de literatura científica al respecto, con algunos experimentos que se han hecho con una especie no hortícola muy versátil, la Arabidiopsis thaliana. “Creemos que van a crecer más alto, porque no hay gravedad que las retenga. Y más rápido, porque es lo que pasa en situaciones de estrés. Si la lechuga tiene un ciclo de 45 días, igual crece en 28. A nivel metabolico, en cuanto a su sabor color, nutrientes… también cambiarán, aunque no sabemos cómo. Eso es lo que queremos estudiar”, señala.
También aprovechable en la Tierra
Para Eva Sánchez, los beneficios de implementar cápsulas como la que están desarrollando en Green Moon van más allá del cultivo de hortalizas en la Luna o en Marte. Su invento se podría utilizar para cultivar en zonas extremas donde apenas hay agua, como los desiertos. De igual manera, la misma combinación de bacterias fertilizantes sería una opción interesante para tratar suelos que han sufrido una erupción volcánica, como La Palma. “Se acortaría mucho el tiempo de regeneración”, apunta.
Para pasar de ser un modelo digital en 3D a una realidad, por el momento, lo único que le falta a la cápsula de Green Moon es financiación. En concreto, nada menos que un millón de euros. “La construcción sería por parte de empresas privadas especializadas en instrumentación espacial”.
Buen viaje a Marte
Cuando el ser humano esté preparado para la aventura de pisar el planeta rojo, tendrá que aprovechar una ventana óptima de lanzamiento que, según Pla, ocurre cada dos años. Será, además, una travesía de casi dos años, si contamos la ida y la vuelta. Los retos más acuciantes serán la radiación procedente del Sol –“habrá que apantallar bien y protegerse con escudos, como el agua o la vegetación”, dice Pla– y la radiación cósmica que proviene de protones cargados energéticamente, expelidos por la muerte de estrellas. “La probabilidad de contraer cáncer debido a esta radiación obliga a reducir el tiempo de las misiones. La solución que tenemos por ahora es la protección pasiva”, añade. Sin embargo, la ciencia no deja de investigar. Por ejemplo, “hemos descubierto que, cuanto mayor es la edad del astronauta, menos es su posibilidad de desarrollar tumores”.
Son escollos que afectarán a las personas, pero también a las plantas. En este sentido, en el invernadero del Centro de Astrobiología (CAB-CSIC), un equipo liderado por el biólogo molecular Eduardo González Pastor está estudiando cómo modificar genéticamente la Arabidiopsis thaliana con genes de microorganismos resistentes a las radiaciones. Por el momento, se está probando su efectividad en simuladores de radiación espacial y de microgravedad, con resultados muy prometedores. Es algo que, en opinión de Pla, quizá podría algún día hacerse con los astronautas.
Sin olvidarse
Mientras, lo que ya se está haciendo es la medición y evaluación del clima marciano, una fase previa importante porque, cuanto mejor conozcamos el entorno al que pensamos enviar humanos en el futuro, mejor podrán minimizarse los riesgos. “El Centro de Astrobiología es líder en meteorología planetaria”, recalca Pla. Y es que, en la actualidad, las únicas estaciones meteorológicas que hay en suelo del planeta rojo, REMS y MEDA, son españolas.
“Nos sirven para entender las temperaturas de Marte, la presión, la humedad atmosférica, la radiación que llega al suelo… Y, sobre todo, para estudiar el actor principal de su atmósfera, el polvo, que tiene un papel clave en los cambios de sus condiciones meteorológicas. Además, es un polvo fino y tóxico, que puede penetrar en los instrumentos y estropearlos, o enfermar a los astronautas”, apunta.
Llegar hasta allí será, sin duda, una epopeya con lucha contra los elementos incluida. Aunque Pla insiste en que, tal vez, la prueba más difícil será la psicológica. “Al final, de una forma u otra puedes generar oxígeno, alimentarte, protegerte de la radiación… pero pasar tanto tiempo en soledad en el espacio es algo a lo que los astronautas les cuesta acostumbrarse”.
El espacio no es un plan B
En opinión de este astrobiólogo, el motivo que subyace a todas estas aventuras conquistadoras del espacio no es encontrar un nuevo hogar para salvarnos de un cataclismo inevitable en el nuestro. “Marte no es un plan B”, recalca. “Hay que proteger lo que tenemos y, al mismo tiempo, seguir explorando”.
No seremos nosotros quienes terminemos con la Tierra, dice, que “estará aquí hasta que el Sol se inflé y acabe engulléndola, dentro de por lo menos 5 millones de años. Lo que sí puede pasar si seguimos así, aumentando la temperatura, es que muchas especies desaparezcan. Pero la edad de nuestro planeta será más larga que la de nuestra especie, a no ser que nos convirtamos en una especie interplanetaria”.
¿Y después de Marte? El próximo escalón son las lunas heladas de Júpiter y Saturno: Europa, Encelado, Titán. “Desde el punto de vista biológico, las probabilidades de encontrar actividad biológica allí son mucho más altas que en Marte, que es una roca estéril flotando en el sistema solar en comparación”, apunta. Y es que los satélites de Júpiter tienen agua líquida en sus océanos internos, bajo una gruesa capa de hielo. Además, es agua en movimiento, que tiene actividad, como demuestran los géiseres que fueron captados por primera vez en Europa, en 2013, por el telescopio espacial Hubble.
Algo más
Y el agua, como sabemos, es un ingrediente fundamental para la vida –aunque no el único–. Por el momento, están a punto de despegar varias misiones no tripuladas: Europa Clipper de la NASA este mes de octubre, Dragon Fly, también de la NASA, partirá hacia Titán en julio de 2028 y la misión Juice de la ESA planea llegar a Júpiter en 2031 para explorar Ganímedes, Calisto y Europa…
Según Pla, es solo el inicio. “Conociendo su capacidad de progreso, el ser humano también llegará hasta allí en persona, seguro. Hemos conseguido explorar todos los rincones del planeta, desde el Polo Norte al Polo Sur, pasando por las Américas y todas las islas de los océanos. No solo se trata de crear nuevas vías comerciales, sino de conocer nuestro entorno mejor”.
Por ahora, como señala Eva Sánchez, antes de soñar con Marte y más allá, “tenemos que pisar bien la Luna, que ya es mucho”.
Con información de NCC